En un hotel abandonado, una niña observa absorta como su madre se dispone a contar un cuento. La mujer dibuja con sus manos un pueblo en la penumbra y empieza a narrar la historia de la pequeña Inés que fue raptada por los indios en un malón.
Son finales de los setenta en Argentina y no están solas. A su alrededor, hombres y mujeres escuchan las penas de la «cautiva» en el salón destartalado en el que se refugian. Huyen de la policía o de los militares y ven en las cicatrices de Inés y en el desconsuelo de Dolores, su madre, huellas de las heridas frescas y el dolor de sus propias ausencias. Durante las siguientes noches se juntarán para seguir un cuento sin fin ni moraleja.
¿Qué cierre encontrará con los años esa niña para semejante saga de mujeres arrastradas por la historia y sus violencias? Narrar, seguir contando, levantar de nuevo entre las manos el lugar donde las decisiones puedan ser entendidas y revocadas.
Y es que quien transmite la memoria de nuestras familias nos lega también sus maldiciones, pero ¿acaso no nos son imprescindibles?
Imagen de Mari Fouz