Todo el mundo sabía que a Olga le gustava contar bien sus historias y que, si no, no las contaba. Así que, cuendo la joven Tindal comenzaba un nuevo relato, la gente se ponía a escuchar. Puede que fuera por las ansias de conocer de quienes jamás se habían movido del pueblo, o puede que por las cosquillas que cada una de las historias hacía en un rinconcito de la mente, transformando fatigas y preocupaciones en sueños y esperanzas, o, quizá fuera la fascinación por lo ognoto y lo extraordinario, pero el caso es que, cuando Olga Tindal empezaba a contar quienes estaban cerca aguzaban e oídos, las ventanas se entreabrían, en los patios las voces cesaban, rostros de curiosidad asomaban entre la ropa tendida y quienes estaban en casa salían arrastrando consigo una silla.
Tan extraño como cierto, aquella chiquilla de apenas once años era uno de los pasatiempos más gratos en el pueblo y uno de los temas que más a menudo y más rato estaba en labios de los habitantes del municipio de Balicó; Olga y sus increíbles historias, que ella juraba haber vivido en persona.