En 1845, el mismo año en que Ruskin visitó Florencia por vez primera, Thoreau escribió en Walden: "La mañana es la hora del despertar. Es entonces cuando estamos menos soñolientos y, al menos durante una hora, despierta una parte de nosotros que dormita el resto del día y la noche". Treinta años después, Mañanas en Florencia sería más que una guía de arte para los viajeros ingleses del siglo XIX: una obra destinada a despertar la fe en la mirada del público, a recordarle que el tiempo de su visita a las grandes iglesias de la cristiandad en Florencia había de tener la calidad de las mejores horas del día. Cada día se concentra para Ruskin en la mañana, y cada una de las seis mañanas de esta singular creación se vuelve el marco iconográfico de una revelación distinta. Ruskin escribió que un libro no vale nada si no valemucho. La relectura de estas páginas desborda sus circunstancias por el propósito de grabar en la mente del turista una lección sobre el bien absoluto del arte medieval. Las pinturas de Giotto, los temas del libro abovedado o los relieves de la torre del pastor forman parte de un recorrido que permite apreciar tanto la belleza inmortal de la ciudad italiana como el modo en que Ruskin convirtió el arte en lengua paterna de la religión de la humanidad.