David Grossman construye una novela feroz y tierna a la vez, una  pieza espléndida en la que un hombre de mediana edad subido a un  miserable escenario es capaz de convertir un antro en un Gran Cabaret: el cabaret de la vida. Estamos en Cesarea, una localidad costera de Israel, y un hombre sube al  escenario de un cabaret, pequeño y lleno de humo. Se llama  Dóvaleh. Su  cuerpo es poco más que piel y huesos, viste unos pantalones remendados y  una camisa mediocre, pero unos tirantes rojos  y las enormes gafas de concha negra le distinguen. Entre el público asoma un juez jubilado que había compartido con él la  adolescencia y que ahora vive solo, resignado a la muerte de  la mujer  de su vida. El hombre escucha, el cómico habla, gesticula... Al rato se  acaban los chistes y empieza la evocación de los días en que los dos  jóvenes paseaban juntos al salir de clase. En el escenario desfila la  vergüenza de Dóvalech por sus orígenes humildes, con un padre barbero  que intentaba mantener a la familia a base de trapicheos, y la figura de  la madre adorada. El juez empieza entonces a recordar: de pronto las  ganas de escribir llenan de notas las servilletas que tiene a mano, y entre palabras y miradas  el pasado llega al presente. Allí está el dolor de dos hombres y de un pueblo entero que se obstina  en mirar el mundo cabeza abajo. Es espectáculo acaba, pero la vida sigue y la ironía nos ayuda a caminar. 
Ana María Bejarano obtuvo en 2016 el Premio Nacional a la Mejor Traducción 2016 por la traducción de Gran Cabaret del hebreo al  castellano.